sábado, 23 de junio de 2007

APRENDIZAJE Y HEROÍSMO Eugenio d’Ors

APRENDIZAJE Y HEROÍSMO

GRANDEZA Y SERVIDUMBRE DE LA INTELIGENCIA

Eugenio d’Ors

Estas dos conferencias de Eugenio d’Ors (1881-1954) fueron leídas en la Residencia de Estudiantes de Madrid: la primera, en 1915, y en 1919, la segunda. Fueron seguidamente editadas en la serie de “Varia” de aquella Residencia. Se proclamaba destinada esa serie -se diría que el mismo Juan Ramón Jiménez lo había escrito- a “perpetuar la eficacia de toda manifestación espiritual (lecturas, jiras, conferencias, conmemoraciones) que impulse la nueva España hacia un ideal puro, abierto y definido”. Se vuelven a publicar ahora, más de un medio siglo después, en esta serie de “Parerga” de la Universidad de Navarra, en la que se acogen algunos escritos breves que no parecen tener cabida en las otras series ordinarias que publica esta Universidad.

Pertenecen, pues, estas conferencias a la época de los primeros contactos de Eugenio d’Ors con los protagonistas del mundo intelectual madrileño, unos años antes de su definitivo traslado a la capital (1922). Tras el fracaso, a principios de 1914, en las oposiciones a la cátedra de “Psicología Superior” de la Universidad de Barcelona (cátedra que fue otorgada a su contrincante Don Cosme Parpal y Marqués), los intelectuales de Madrid quisieron desagraviar al vencido: la Residencia de Estudiantes le invitaba, el 16 de febrero de aquel año, a leer una conferencia “De la Amistad y el Diálogo”, y el 20 del mismo mes leía otra titulada “Religio est Libertas” en la “Sección de Filosofía” del “Ateneo de Madrid”, por invitación de Ortega y Gasset, fundador de la “Sección” y defensor entonces del candidato vencido en aquellas oposiciones universitarias. Menos de un año tardó en volver a la “Colina de los Chopos”, como la llamaba Juan Ramón, para leer la primera de las conferencias que aquí se reproduce, y unos años más tarde para leer la segunda.

El ambiente de la Residencia de Estudiantes, sus circunstancias y ambiciones han sido descritos con particular afecto y autoridad por el que fue su director, Alberto Jiménez Fraud, en su libro sobre “La Historia de la Universidad Española” (en el capítulo “La Colina de los Chopos”, página 451 ss.). La impresión que en un extranjero visitante de la “typical Spain” podía producir esa isla intelectual se puede ver en lo que decía J. B. Trend en su libro “A Picture of Modern Spain” (1921). Este hispanista de Cambridge, que encontraba en la Residencia el aire de su propia universidad, veía en Eugenio d’Ors, a cuyas conferencias se refiere, un “leader” del nuevo estilo intelectual, tanto en Cataluña como en toda España, que venía a cumplir en Barcelona un papel de reeducador similar al de Castillejo, secretario de la “Junta de Ampliación de Estudios”, en Madrid.

La misión de la Residencia, como, en general, la de los hombres comprometidos en aquella empresa, fue la de purificar a los intelectuales españoles de la abulia, la zafiedad y el casticismo. Laín Entralgo ha destacado en alguna ocasión la importancia del hábito de la ducha fría matutina que caracterizaba a los residentes. En qué gran medida los hombres empeñados en esa labor procedían del magisterio krausista de Giner de los Ríos, no es necesario recordarlo, pero también otras personas no identificadas con esa línea especialmente madrileña, incluso distantes, como aquel conferenciante genuinamente mediterráneo, podían aportar su voz al coro de ese nuevo mensaje de renovación intelectual. Fue la suya la de quien enaltece el aprendizaje honrado, el trabajo profesional con espíritu de servicio, frente al diletantismo, la chapuza y la pereza; la del que exalta la nobleza de todo trabajo, hasta el más humilde; la del que propugna la nueva aristocracia del buen gusto, el oficio y la “Obra Bien Hecha”.

La crítica del intelectual ocioso, venal, inconstante y sin conciencia de servicio vuelve a encontrarse en otros lugares de la obra de Eugenio d’Ors; incluso en forma dramática, como vemos en el diálogo del “Nuevo Prometeo Encadenado” (1919, traducción castellana de 1970) con Io perseguida por una avispa (escena VII). “¿No sospechas que tu infortunado correr de hoy no es más que una repetición de tu excesiva ligereza de siempre? ¿Quién, Inteligencia, ha podido hasta el presente contar firmemente contigo?”. Pero, en estas conferencias, esa idea se presenta en la forma más depurada y positiva, pues su autor sabía que se estaba dirigiendo a una juventud universitaria que podía influir decididamente en el porvenir intelectual de España.

Una década más tarde había de aparecer providencialmente en España un nuevo mensaje al que esta Universidad de Navarra debe su inspiración y existencia; un mensaje más sobrenatural, desde luego, más universal y profundo, que venía a enaltecer la perfección del trabajo profesional, no sólo como imperativo divino, sino precisamente como el medio ordinario de santificación: “Pon un motivo sobrenatural a tu ordinaria labor profesional, y habrás santificado el trabajo” (Camino, 359); “¿Quieres de verdad ser santo? -Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces” (ibid. 815), etc. Con este nuevo planteamiento se aspira de nuevo a aquellos mismos ideales de cultura laical, de laboriosidad, buen gusto, limpieza, honradez científica, cuidado de los detalles, pedagogía de la libertad.

No carece, pues, de un profundo sentido esta nueva edición de aquellas conferencias de la Residencia de Estudiantes: es como un eco consecuente de un mensaje ya lejano pero inmarcesible.

A. O.


APRENDIZAJE

Y

HEROÍSMO


Otra vez, como el año pasado. Casi los mismos camaradas, junto con los mismos amigos de fuera. Dándonos a repetir, con el mismo espíritu, los mismos gestos... ¡Alegría de una repetición así! Y moralidad profunda de ella, como de cualquier otra repetición alegre. Lo de Kierkegard: “El que no sabe repetir es un esteta. El que repite sin entusiasmo es un filisteo. Sólo el que sabe repetir, con entusiasmo renovado constantemente, es un hombre”.

Aquí, el problema íntimo, camaradas, es el de ser hombres. Nuestra reunión en esta casa obedece al designio de formar en España algo así como una aristocracia de la conducta. Y a esto no llegaremos sino con un cultivo terco en nosotros mismos de la capacidad de continuación. Momentos de arrepentimiento por las propias culpas, llamaradas de entusiasmo fugaz por el bien, pinchazos de algún propósito de propia reforma, ¿quién no los tiene? La tradición castiza es el contar desmesuradamente sobre esos momentos: es el esperar que

un punto de contrición

da al alma la salvación.

Sea nuestra obra contraria: tratemos de cifrar nuestra moralidad, no en puntos de contrición, sino en líneas de heroísmo.

Para elogio de la línea de heroísmo en el trabajo profesional, en cualquier trabajo profesional y en la preparación a él, en el estudio y en el aprendizaje, se han escrito las páginas que voy a leer a ustedes, y que figuran como dichas a un oyente solo, a un alma nueva que, a medida que el sermón adelanta, va adentrándose en el mundo moral de la juventud.


I

Voy a hablarte del heroísmo en cualquier oficio y del heroísmo en cualquier aprendizaje.

Aquel hombre, hijo mío, que vino a verme esta mañana - ¿sabes?, el de la cazadora color de tierra- no es un hombre honesto. A dulce, a fiado, a trabajador, a buen padre de familia, pocos le ganan. Pero este hombre ejerce la profesión de caricaturista en un periódico ilustrado. Esto le da de qué vivir; esto le ocupa las horas de la jornada. Y, sin embargo, él habla siempre con asco de su oficio, y me dice: “ ¡Si yo pudiera ser pintor! Pero me es indispensable dibujar esas tonterías para comer. ¡No mires los muñecos, chico, no los mires! Comercio puro... Quiere decir que él cumple únicamente por la ganancia. Y que ha dejado que su espíritu se vaya lejos de la labor que le ocupa las manos, en lugar de llevar a la labor que le ocupa las manos el espíritu. Porque él tiene su faena por vilísima.-Pero dígote, hijo, que si la faena de mi amigo es tan vil, si sus dibujos pueden ser llamados tonterías, la razón está justamente en que él no metió allí su espíritu. Cuando el espíritu en ella reside, no hay faena que no se vuelva noble y santa. Lo es la del caricaturista como la del carpintero y la del que recoge las basuras y la del que llena las fajas para repartir un periódico a los suscriptores Hay una manera de dibujar caricaturas, de trabajar la madera y también de limpiar de estiércol las plazas o de escribir direcciones, que revela que en la actividad se ha puesto amor, cuidado de perfección y armonía, y una pequeña chispa de fuego personal: eso que los artistas llaman estilo propio, y que no hay obra ni obrilla humana en que no pueda florecer. Manera de trabajar que es la buena. La otra, la de menospreciar el oficio, teniéndolo por vil, en lugar de redimirlo y secretamente transformarlo, es mala e inmoral. El visitante de la cazadora color de tierra es, pues, un hombre inmoral, porque no ama su oficio.

Hijo, tú eres un niño aún, pero yo hablo en ti a todas las almas jóvenes que están o han de estar pronto en estudio y en aprendizaje y mañana en oficio, cargo o dignidad. A todos quiero decir la moral única en el estudio y en aprendizaje, en el oficio, cargo y dignidad. Además, nunca es tiempo perdido el que se emplea en escuchar con humildad cosas que no se entienden. Estas cosas trabajan los dentros y llega día en que el provecho se encuentra... Está, pues, quieto. Deja, niño, tus manos descansar en las mías. Mira, con ojos extrañados salir de mi boca las palabras con un movimiento de labios y de dientes. -La palabra espíritu te la he de repetir mucho. Y tú me preguntarás, tal vez, qué cosa sea. Tú no lo puedes saber de fijo, y creo que yo tampoco. Pero bien está que hablemos de ello siempre, que, si nosotros no le entendemos, él, el espíritu, a nosotros sí nos entiende y nos da mejor disposición a entendernos los unos a los otros, y, por consiguiente, a hacernos mejores.

Te digo, pues, que mi visitante el caricaturista es hombre inmoral, porque no pone espíritu en su faena. Tampoco es lo bastante honesto aquel otro señor, el de las gafas, que sabe contar cuentos tan lindos y que viene a tomar el té algún domingo por la tarde. Ese trabaja en un diario; es periodista. Y también habla de su profesión como un presidiario de su condena: “No se puede hacer literatura allí... ¡Ah, la literatura ! ... ¡Pobre de mí, que he tenido que abandonar la literatura !” Sí, pobre de él, pero no por lo que él cree. Pobre, porque no sabe unir su amor a la literatura con el trabajo que cumple. Se queja porque tiene que redactar esas notas cortas sobre acontecimientos vulgares, que llamamos gacetillas. Pero ¿quién le impide redactar las gacetillas con belleza? Belleza no quiere decir ornamento, sino armonía y adecuación delicada de la cosa a su destino. Una gacetilla puede ser bella, como puede serlo un trabajo de carpintería, y una faja de periódico bien llena, y una recogida de basuras llevada a cabo con perfección y encendido gusto por la limpieza que así se obtiene. Si este amigo nuestro redactase las gacetillas con perfección y gusto por el resultado, insensiblemente transformaría su faena y la tornaría en bien alta.

Yo sé de otro periodista que está orgulloso, y con razón, de haberlo cumplido así, con un trabajillo cotidiano y humilde que le fue encargado en sus comienzos. Para entrar a trabajar en los diarios, cuando aún era mozo, aceptó la carga de una sección tenida hasta entonces en gran bajeza. Su misión era la de redactar notas cortas, de las que sirven para divertir al lector del negocio, reposándole de las cuestiones serias y de las preocupaciones del día, con la narración -bajo título de “Sección amena”, “De aquí y de allá”, “Curiosidades” u otro por el estilo- de cositas ligeras y grotescas: del caso del mentecato que anda con la cabeza, de los divorcios cómicos o de las apuestas imbéciles en los Estados Unidos, y otros asuntos de la misma entidad. Pero ese escritor que te digo tomó sobre sí la carga con alegría. Procuró llevar al oficio espíritu y amor. No le tuvo por vil, sino por redimible, si voluntad y paciencia a ello se ponían. No se avergonzó, mas aspiró al elogio por camino de aquél. Espíritu y amor no tardaron demasiado tiempo en cumplir el milagro que se solicitaba: secretamente, por un insensible cambio, el linaje de la labor se transformó. Hoy está desconocida, siendo la misma, sin embargo. Los que no recuerdan su oscuro origen la tienen por un género nuevo. Hoy, el trabajo en los periódicos, del escritor que te digo, es tenido por los unos en bien, por los otros en mal; más por todos, como trabajo de Filosofía, que es la más elevada y difícil de las actividades intelectuales.- Pero yo te digo que cualquier oficio se vuelve Filosofía, se vuelve Arte, Poesía, Invención, cuando el trabajador da a él su vida, cuando no permite que ésta se parta en dos mitades: la una, para el ideal; la otra, para el menester cotidiano. Sino que convierte cotidiano menester e ideal en una misma cosa, que es, a la vez, obligación y libertad, rutina estricta e inspiración constantemente renovada.

Cualquier trabajador puede tener por patrón a Bernardo Palissy, el gran artesano. Este es quien mejor llegó a la grandeza, y llegó a las más elevadas maneras de ser que se alcancen en el mundo: magnífico artista, sabio inventor, maestro de ciencia, escritor de nombradía, hombre de sociedad, a su manera, y aun de sociedad cortesana y selectísima, y héroe de la vida religiosa, ejemplo y espejo de conciencias, sin dejar nunca de ser artesano, pero precisamente por serlo siempre y por haber realizado bellas invenciones dentro de su oficio, y llevado el mismo a una perfección soberana. El no mudó de menester más que lo necesario para pasar de artesano en vidrios de color, que fue en sus comienzos, a artesano de la cerámica, que fue más tarde, y que continuó siendo toda su vida. Pero, puesto en menester de ceramista, se elevó del trabajo de la fayenza al de la porcelana. Y volvió a encontrar el secreto de las pastas más finas y gentiles, secreto que habían poseído los chinos y se había perdido más tarde. Trabajaba en un horno para cocer sus tierras, y allí, siempre buscando, siempre buscando, encontró al fin. Como no conocía otro afán que el de esas invenciones, tuviéronle sus vecinos por orate acabado. Un día, como practicase una de sus cocciones, quemó el techo de la casa. El y los suyos pasaron por largos años de miseria. Triunfó por fin: fabricó las pastas más bellas que jamás hubiesen visto ojos de hombre en tierras de Occidente. Entonces fue cuando aún, de inventor, subió a artista. Dio vida, en las materias por él mismo inventadas, a mil perfectas obras de arte. Las decoraba con las figuras de los animalillos más variados: caracoles, lagartos, peces coloreados que lucían en maravillosos reflejos. Para cumplir este trabajo, el artista quiso ser más aún: quiso ser sabio, y estudió aplicadamente la naturaleza. Y después fue, además, escritor, porque redactó en forma sabrosa las reglas de su arte y su proyecto de embellecimiento de jardines y los recuerdos de su vida. Y a los cabos de ésta se hundió en la Biblia, y, como era tiempo de luchas religiosas en Francia, Bernardo Palissy fue perseguido por su fe y le encerraron en un castillo, y así, por su fe, fue mártir. Como desde hacía algún tiempo frecuentaba la Corte y el rey le tenía cariño, acudió éste a visitarle en la prisión, y parece (y esto lo dice, si no la historia, la buena leyenda) que le ofrecía la libertad a precio de una abjuración, aunque sólo fuese aparente, de su creencia. La contestación de Palissy fue digna de su perfecta conciencia de artesano. Rehusó altivamente. Porque había trabajado su conciencia como una de sus obras de arte. Y no por dinero las hacía, sino por amor a su oficio, y a la perfección de su oficio y a los resultados de su oficio.

Hay unos bárbaros modernos que han inventado, para arma de sus luchas, el estropear con intención, o hacer incompleta, o voluntariamente inferior la obra que componen las propias manos. Esto es lo que se llama sabotage, que en castellano se diría “zuecazo”, para evocar la imagen de hombres que destruyen a golpe de zueco las más delicadas fábricas de mano de trabajador. Estos hombres son malvados y el zuecazo una gran blasfemia. Porque el hombre jamás tiene completo derecho sobre la obra que hace. El derecho de ella es superior al de él. Y así, el deber del hombre está en sacrificarse por su obra, y jamás sacrificarla a otros fines...

Contra ese mal moderno, válganos el ejemplo y el patronaje de Bernardo de Palissy. El ejemplo y el patronaje de Palissy pueden darnos a todos la lección esencial de llevar amor y espíritu al propio oficio, para darle así dignidad más alta...-Y a ti, hijo mío, porque me escuchaste tan reposadamente; porque no separaste de las mías tus manos, y porque has mirado, con un poco de extrañeza nada más, salir las palabras de mi boca; ahora que se acerca Navidad, y se alegra nuestra ciudad con la llegada de la feria de Santa Lucía, yo te compraré una pequeña obra de artesano humilde, una de esas primitivas figuras de Nacimiento que allí se mercan. Habrá en ella unas ocas y un puerco, y un leñador con su gorro, y una viejecilla sentada, hilando la rueca. No tendremos en ella una obra de arte de la tierra, de perfección comparable a las de Bernardo Palissy. Pero su desconocido autor acaso sea un enamorado y un enternecido por la propia faena. Y, por consiguiente, un hombre más honesto que nuestro visitante el caricaturista de la cazadora color de tierra y que nuestro visitante el periodista de las antiparras.


II

Pero no todo ha de ser jugar a Nacimientos y no todo ha de ser abrir ojos maravillados a los resplandores del espíritu y a los resplandores de la tierra. Bien está el maravillarse, pero está mejor el comprender. Siga, al escuchar las cosas y al dejarse blandamente penetrar por ellas, el duro estudiar.-Hijo mío, ya sabes leer, ya eres un colegial, ya eres un Estudiante. Un peligro te espera y espera, sobre todo, a tus maestros y directores. A éstos quisiera ahora hablar mejor que a ti.

El arte de ayudar y guiar a los estudiantes se llama Pedagogía. Y el peligro de la Pedagogía está, como el de tantas cosas, en la ideología romántica. Todo un siglo ha padecido bajo su poder. Desde Rousseau hasta Spencer, y aún más tarde, ella ha impuesto, en la obra de enseñanza, con la superstición de lo espontáneo, la repugnancia a los que hemos llamado, desdeñosamente, “medios mecánicos”, o “medios librescos”, y sensibleramente, “medios fatigosos” de aprender. Se dice que esta pedagogía viene ya del Renacimiento. Pero hay aquí, me parece, algún error. Casi nada es, en el siglo XIX, continuación del Renacimiento. Rousseau abre un ciclo mental, no ya distinto, sino contrario al iniciado por Rabelais. Hay en el gran libro de éste un admirable capítulo en que se contiene toda su doctrina pedagógica, aquel capítulo matriz sobre la reforma de la educación de Gargantúa. Lo que le da sentido es su exaltación del esfuerzo, de la tensión en cada hora, en cada minuto, su espíritu de voracidad, de gula intelectual, característicos del humanismo. ¿Qué tiene que ver romanticismo con humanismo? Comparemos el espíritu heroico de la educación y del aprendizaje que estalla magníficamente en el Gargantúa, con las blanduras del Emilio rousseauniano, de donde ha salido la ralea infinita de las blanduras modernas: claramente podremos ver que en estas últimas hay ya un principio de retorno a la sensualidad viciosa, oprobio de los primeros maestros del Gigante y de que le redimieron sus nuevos maestros renacentistas.

Los psicólogos, al estudiar los hechos de la vida mental, han reconocido ya en muchos de ellos, no una sucesión de dentro a fuera, sino de fuera a dentro. Quiere esto decir que su origen no se encuentra en la misma mente, sino en lo exterior, en el corporal movimiento, en el gesto, en la actitud. Entonces aquellos afirman que el fenómeno de que se trata tiene un origen periférico. Así, en la teoría de las emociones, se ha popularizado ya la aparente paradoja de que no lloramos porque estemos tristes, sino que estamos tristes porque lloramos. Así, en la cuestión de la creencia, la intuición formidable de Blas Pascal alcanzó ya a aquel “¡Lo primero, tomar agua bendita ! “, a que podría darse forma análoga a la anterior, diciendo que no tomamos agua bendita porque creamos, sino que creemos porque tomamos agua bendita. Así también, en lo que se refiere a la adquisición de conocimientos, múltiples hechos alegados por los hombres de ciencia nos conducen a la tesis de la prioridad del conocimiento sobre el interés; porque es caso demostrado que, para que el interés se despierte por algo, es ya necesario, como previa condición, algún conocimiento de lo que llega a interesar; no siendo acaso el interés, sino la traducción afectiva de aquel conocimiento.

Cabría afirmar, por consiguiente, que no sabemos las cosas porque anteriormente nos hayamos interesado en ellas, sino que nos interesamos por ellas, porque antes las hemos, hasta cierto punto, sabido. Pero saber las cosas no quiere decir sino poder recordarlas en un momento oportuno. De manera que sustituiremos legítimamente la anterior fórmula por la que sigue: No recordamos las cosas porque ellas nos hayan interesado, sino que nos interesan por el recuerdo que ya tenemos de ellas. Es decir, que el movimiento de la actividad mental para llegar al conocimiento de un objeto, ha de ser de índole mnemónica. He aquí, pues, un principio de erudición del valor pedagógico de la memoria, y aún de la memorización, y aún del memorisno. El evangelio del conocimiento humano puede explicar su génesis así: “En un principio era la Memoria”.

Tal vez es va hora de rehabilitar el valor del esfuerzo, del dolor, de la disciplina de la voluntad, ligada, para decirlo de una vez, no a aquello que place, sino a aquello que desplace. Hay en toda adquisición de conocimiento, como en toda invención (aprender una cosa, ¿no es, desde el punto de vista de la actividad mental, lo mismo en el fondo que inventarla?) un momento, que llamaríamos milagroso, si no fuese porque la moderna teoría de lo subconsciente como almacén biológico, desde donde las cosas pasan, en un momento dado, al campo de la conciencia, parece proporcionarnos una explicación aproximada del fenómeno. Este momento, momento de gracia, separa de una manera casi brusca el estado de no posesión del estado de posesión del conocimiento de que se trata. ¿Recuerdas, Estudiante, lo que te ha ocurrido en cada uno de tus aprendizajes de un idioma nuevo? Acuérdate, acuérdate. Hubo un día, una mañana, una hora, en que, al emprender la lectura de un libro, al empezar una conversación, o simplemente al levantarte de la cama, te diste cuenta de que sabías el francés, o el inglés o el latín. El día anterior, la noche precedente, la hora inmediatamente anterior, no poseías aún esta lengua. Desde aquel punto, la posees. Entre la suma de los conocimientos acumulados hasta entonces, y la suma de fuerza y de facilidades que, a partir de ese instante sagrado tendrás a tu disposición, hay una diferencia, y una diferencia decisiva. Es, diríase, el momento en que “se cobra el interés” del capital, interés de mil por ciento. En teoría, el interés “corre” siempre, se produce siempre; pero de hecho, hay un momento en que “se cobra”, en que aumenta el capital, mejor dicho: en que se vuelve “capital” de verdad lo que antes no era sino dinero. En teoría, la planta brota de la tierra por una acción continua; pero, de hecho, hay un momento, un momento histórico, en que “hay” planta, en que “tenemos” planta. Fórmase la criatura animal largamente; pero hay un momento en que “nace”. Así en la invención. El sabio madura mucho tiempo la invención que ha de venir; pero la invención, en sí misma, se realiza en el tiempo de un relámpago. Así también en la ruptura del espíritu religioso, conversión o pérdida de fe. La tempestad viene de lejos; pero la fe se adquiere en el tiempo de caer de caballo camino de Damasco. Así, finalmente, en cualquier aprendizaje. Estudiamos meses y meses el alemán: lo sabemos en un minuto. Silabea el párvulo torpemente: una mañana se levanta pudiendo leer. Cualquier adquisición mental se cifra, en rigor, en una intuición, pero le hemos preparado largos razonamientos. No es la adquisición el efecto de los razonamientos. En vano buscaríamos en éstos la causa eficiente de aquélla; pero aquélla es el premio de éstos, o tal vez mejor, el premio a la actitud que éstos imponen y, como si dijéramos, la recompensa a la humildad que ha tenido el razonador... Sí; hay que empezar por lo exterior, hay que empezar por la actitud. Hay que abandonar todo orgullo. “toma agua bendita -diremos siempre con Pascal-, toma agua bendita”.

Lo que yo he llamado alguna vez paradoja de la invención, consiste en lo siguiente: de una parte, todo invento, todo descubrimiento científico, es hijo de la casualidad. De otra parte, únicamente realizan invenciones serias, descubrimientos científicos, los sabios. ¿Hay aquí una contradicción? No. Vuelve siempre, Estudiante, a la concepción psicológica periférica. La invención, el descubrimiento, no son un efecto de la erudición, del continuado estudio, de la actitud vital y aun profesional; pero son su recompensa,- el milagro de que se hace gracia a la larga humildad y únicamente a ella. Inspiración, intuición genial, no son efecto del razonamiento, pero le siguen. Y el mismo razonamiento sigue a la memorización. Y la memorización, a su vez, sin que pueda decirse que sus causas sean el esfuerzo áspero, la disciplina, la lectura, el darse a cosas por las cuales no se siente amor, sigue a todos estos ejercicios, y nace también en un momento gracioso en que después de haber repetido una cosa, dos, veinte, cien veces, se la recuerda... Que es altiva señora la Sabiduría y sólo alcanzará sus favores quien antes se haya arrodillado ante ella.

Estudiante, arrodíllate. Pedagogos, haced arrodillar, haced arrodillar. Para aprender las lenguas aún no se ha inventado nada mejor que las gramáticas. Para aprender a multiplicar aún no se ha inventado nada mejor que la tabla de multiplicar. Cuantos, con preocupaciones ochocentistas y sometidos a la superstición de lo espontáneo, han querido llevar hasta su extremo lógico la metodología de lo “razonable”, de lo “intuitivo”, de lo “fácil”, de lo “atrayente”, del interés sin conocimiento previo, han tenido que confesar, si son sinceros, su fracaso... No pueden impunemente olvidarse las primeras palabras del evangelio del conocimiento.

Muchos escollos, muchos peligros, ¡oh, mi querido Estudiante!, encontrará tu navegación. Este de la tentación de facilidad, es el peor, porque es una sirena. Este es el peor, porque saca sus víctimas de entre los espíritus mejores.


III

El muchacho es ya un aprendiz. Aprendiz de médico, de encuadernador, de alfarero, lo mismo da. Quiero decir que está un peldaño más arriba que el estudiante, en la escala de la actividad productora. Porque el estudiante no ejercitaba más que el espíritu, y el aprendiz ya ejercita toda la vida.

Cada vez que encuentro un buen aprendiz, de un oficio cualquiera, se me van solas las manos al apretón. “¡Bravo, muchacho! -me viene gana de decirle-. ¡Bravo, amigo gentil! He aquí que tú te preparas larga, laboriosa, obstinadamente, a una competencia. Cualquier competencia es una manera de distinción, porque te hace, en un orden determinado de funciones, superior y distinto a los demás. Cualquier profesión es una aristocracia. Tú, amigo aprendiz, cuando alcances la maestría en tu oficio, te convertirás con eso en un aristócrata. Más aristócrata que el señor ministro de Fomento, pongo por caso. Porque el señor ministro de Fomento no ha tenido, para el trabajo que hoy se le encomienda, ninguna técnica preparación: es en él un recién llegado, un advenedizo. En tanto que tú sólo pasarás a maestro mucho más tarde, y previa una colaboración del Tiempo con la Heroicidad. Y el fruto de la unión del Tiempo con la Heroicidad, se llama Nobleza”.

El mal de las modernas democracias no es tanto que en ellas no esté representado el espíritu de los marqueses, como que no lo esté el espíritu de los encuadernadores, de los alfareros, de los herreros, de los médicos, de los curtidores, de los artistas, de los maestros de escuela, de los maestros sastres y de los maestros plateros. Bandas amorfas de hombres de profesión improvisada, indeterminada, múltiple o no muy conocida, deciden de la elección de otros hombres, también a menudo de oficio poco claro, si no es que sea equívoco o inconfesable; y delegan en ellos una voluntad imprecisa. De esos tales sale mañana un ministro de Fomento; el cual, cuando no es ministro de Fomento es, un cuarto, abogado; un cuarto, agitador; un cuarto, financiero; un cuarto, periodista. Y éste, con otros de un mismo tipo social, es el que resuelve los problemas que afectan a los plateros, a los sastres, a los maestros de escuela, a los artistas, a los curtidores, a los médicos, a los herreros, a los alfareros y a los encuadernadores. Luego hay los “genios”, que no quieren ser más que genios; y los apóstoles, sin otra manera de vivir conocida que el apostolado. Luego hay las cortesanas y las cupletistas, y los cómicos sin estudio, y los escritores sin humanidades, y los amateurs, y otros hombres y mujeres igualmente inmorales; porque no han sido aprendices como tú, hijo mío, y en nada llegarán a ser maestros, como tú llegarás.

Las repúblicas antiguas sabían apreciar mejor los oficios y las artes, y su especialidad y valor. En la vieja Florencia nadie tenía derecho a residir sin estar inscrito en uno de los gremios o cofradías de artesanos o titulares. Tanto, que Dante Alighieri en persona, para no verse en el caso de salir de allí, hizo registrar su nombre en la corporación de los boticarios. Hoy las cosas pasarían al revés. Los necios hombres del día hemos dispuesto un juego hábil de opiniones y de instituciones de manera tal, que cualquier boticario puede inscribirse, sin dificultad, en la categoría de los Dantes Alighieri.

La cantidad de energía de espíritu que se emplea -y, por consiguiente, que se gana- en las funciones del más modesto de los oficios, es inmensa. Veamos un ceramista, por ejemplo. El ceramista es aquel que, como nuestro patrón Bernardo Palissy, toma materias rocosas y quiere llevarlas a utilidad y belleza, en el estado de sutil tenuidad. Lo primero que hace para tal fin es lavar las materias que ha escogido. Esta operación del lavaje comprende dos momentos: el del desleimiento y el de la decantación; entre las gentes del oficio deben de tener nombres especiales; yo no los he aprendido todavía, pero quiero aprenderlos.

Viene luego la preparación de la pasta. Esta preparación comprende: calcinación, distribución, empleo del tamiz, porfirización y secamiento. Luego se entra en el trabajo de mezcla, en el cual hay que distinguir la dosificación y la mezcla propiamente dicha. En seguida es cuestión de un amasamiento. En fin, se utiliza la putrefacción.

Cierto, hijo mío, que, después del amasamiento, la pasta se encuentra ya en las condiciones de ser empleada inmediatamente. Pero, según opinión de los doctos, gana en calidad cuando se la conserva en masa durante mucho tiempo, mejor durante años, en lugares que se hallen en constante estado de humedad: en una bodega, por ejemplo. Entonces las pastas experimentan lo que hemos llamado “putrefacción”. Porque, en cierto modo, las pastas que componen el preparado se pudren. Esa fermentación se acelera maravillosamente cuando son humedecidas las pastas con zumo de estiércol o con agua pantanosa. Todo eso trabaja la materia, la acomoda a la obra de arte, la hace dócil a tu albedrío. En el zumo del estiércol de hoy hállanse secretos de la belleza magnífica de mañana. Y, por obra de él, ¡oh amigo mío el Aprendiz!, penetra en la inerte pasta cerámica la soberanía del espíritu.

Repito que tales operaciones deben de tener nombres especiales, a la vez populares y técnicos, seguramente encantadores y tan llenos de sabor como de sabiduría (que sabor y sabiduría son tal vez una misma cosa), nombres que lloro por no conocer. Pero poco fuera informarse de ellos con sólo preguntarlos y por mera curiosidad: hay gran pecado contra la santidad de las artes en cada acto de diletantismo. Los hombres que practican los oficios poseen sus secretos, que no gustan demasiado de pub1icar, y precisamente para defender a la vez la fraternidad entre ellos mismos y su aislamiento enfrente de los demás, aislamiento de clase, aislamiento jerárquico -su aristocracia pura-, han inventado inconscientemente un lenguaje propio, que los profanos no pueden ni deben penetrar. La clase de los ceramistas permanece, en el fondo, más cerrada que la clase de los marqueses. Y es bien que así sea. Porque el Rey o el Papa pueden llamar al primero que pase por la calle y hacerle marqués; y, en muchas ocasiones, este marquesado no resultará demasiado mal. Pero hacer del primero que pase por la calle un ceramista, dígola empresa mucho más difícil.

A pesar del interés de clase de los ceramistas, yo, que tengo también el mío -el de mi clase, la de los glosadores, a quien nada debe ser extraño, interés contrario al de aquéllos, por una vez-, he logrado averiguar, no sin copia de esfuerzos, que la utilidad de esa putrefacción a que antes me refería, dista mucho de ser, en la fabricación de la cerámica, un dogma profesional. No falta quien alegue el hecho de que algunas fábricas de porcelana, que por exigencias de expedición se han visto obligadas a emplear pastas a las que faltaba esa última etapa de preparación, pastas de preparación reciente, han reconocido después que los objetos elaborados así no eran más defectuosos que los otros. Sin embargo, la opinión general entre los competentes es que las pastas antiguas se fabrican mejor que las nuevas. Los chinos conservan las pastas cien años antes de trabajarlas. En la misma Europa, y para la fabricación más selecta, se han utilizado alguna vez pastas dejadas envejecer durante una generación, y que ha utilizado la generación siguiente.

Porque, muchacho, el esfuerzo de una generación sola, poco puede. Nunca ha bastado: ni para construir una Nación; ni para construir una Cultura; ni para construir una simple taza de porcelana, si ha de ser una taza de porcelana perfecta, sin tacha ni reparo.

Has crecido, muchacho, y otros regalos te convienen. Días fueron cuando te daba figurillas de Belén. Hoy he dispuesto para ti esas fotografías de capiteles románicos, ese par de libros. Pasa los ojos por las imágenes. Proceden de claustros catalanes del siglo XII. Las esculturillas nos dan un trasunto vivo del trabajo manual en aquellos tiempos. Trasunto exacto, piadosamente minucioso. Es delicioso de ver. Mira, mira reunida aquí, la síntesis de los oficios de la construcción. Adivina aquí toda su humildad, toda su nobleza, toda su santidad. El perfume de muchas vidas calladas nos llega, a través de ocho siglos. Capiteles de la Seo de Gerona, capiteles de San Cucufate del Valle. El Arca de Noé se construye. Figurillas de carpinteros que pulen la madera con garlopas; de picapedreros, bien asentados en taburetes y que se valen de morteros; de escultores, que manejan una maza de forma cilíndrica; de leñadores, con sus hachas; de labradores, con sus rastros y zapapicos; de albañiles, que trajinan el agua en una jarra de forma especial, suspendida entre dos palos; de astilladores, que construyen la nave. Y Adán que, arrojado del Paraíso, empuña, bravo, su azadón, mientras a su lado, Eva, campesina hacendosa, hila pacientemente la lana.

De los libros, uno es de Bernardo Palissy, de quien ya te hablé tanto. Se llama De l’art de la terre, de son utilité, des esmaux et du feu. De Palissy es una máxima que yo me complazco en citar. Aquella que dice que “si la agricultura es conducida sin filosofía, eso equivale a violar cotidianamente la tierra con todas las substancias que ella contiene”. El otro libro es el sublime Trattato de l’Oreficeria, de Benvenuto Cellini. Pero éste, no, vale más que no te lo regale. Porque la edición que tengo entre manos es italiana. Y el italiano, hijo mío, por ilusiones que tú te forjes de que podrías leerlo sin esfuerzo, no lo entenderías aún. Que también para entender el italiano se necesita un aprendizaje, se necesita haber sido aprendiz. Hay muchos que se figuran que no, y que es cuestión de vivacidad y de listeza. Son como los otros que se figuran que es cuestión de vivacidad y de listeza el arte de escribir, el de pensar filosóficamente, el arte de pintar y el de escribir discursos o comedias. Pero nosotros sabemos que a toda obra humana, a cualquier formación o producción, convienen aprendizaje largo y seria y terca disciplina.

Del tratado de Benvenuto, pues, no veremos otra cosa que su noble comienzo; y su noble comienzo será nuestro terminar. Mira, mira cómo se abre el libro del orífice con algo semejante a los que nosotros llamamos Calendarios platónicos. Con una lista y apología del glorioso linaje de los artífices florentinos, diciendo de cada uno el nombre y especialidad y cualidades y fama; y de los mejores, la vida y anécdotas... Siempre lo mismo, siempre lo mismo: profesión es aristocracia. Como el noble las gestas de sus antepasados, he aquí el orfebre, que cuenta las gestas de sus predecesores orfebres en la ciudad artista. El rey de España no está más orgulloso de la valentía de San Fernando que lo está nuestro florentino de la habilidad prodigiosa de Antonio, figliuolo d’un pollaiuolo, de los otros orífices de la república. Mira, mira desfilar a nuestros ojos la procesión pomposa y enérgica. Primero, son los promotores insignes de la restauración de las artes, aquel magnífico Cosme de Médicis, sotto il quale si mostrò quel gran Donatello, scultore, y aquel gran arquitecto Pipo di ser Brunellesco. Después comparece el cabeza de la dinastía, Lorenzo Ghiberti, el primero que es llamado veramente orefice, a la gentil maniera del suo bel fare, e maggiormente a quella infinita pulitezza ed estrema diligenzia. Ghiberti, el autor de aquellas puertas del baptisterio de Florencia que Miguel Angel comparaba a las del Paraíso. Y a Ghiberti siguen: Antonio, figliuolo d’un pollaiuolo, y siempre nombrado así, tan excelente en su arte, que pintores y escultores se valían de los dibujos que él había compuesto; Maso Finiguerra, que se sirvió también de los dibujos de Antonio, pero que no reconoció rival en su especialidad práctica; Amerigo, esmaltador, que se sirvió también de los dibujos del Pollaiuolo; Michelangiolo, orífice de Pinzidimonte, hombre honrado y que lavoró molto universalmente ed assai bene legava gioie; Bastiano di Bernardetto Cennini, que, por muchos años, esculpió los modelos de las monedas florentinas; Piero, Giovanni y Remolo, hijos todos del Goro Tavolaccino, furono orefici ed erano fratelli; de quienes cuenta el Cellini que, en el año de 1518, las arracadas y otras joyas que pulían los tres hermanos no eran igualadas por nadie más. He aquí en seguida Stefano Saltaregli, que murió joven; Zenobi, hijo de Meo del Lavacchio, que murió más joven aún, a los veinte años, cuando apenas le pugnaba la barba; Piero di Ninno, que se especializó en fabricar cinturones de los que los campesinos regalaban a sus mujeres, y que se vio anonadado, cuando ya era viejísimo, por la publicación de una ley que prohibió el empleo de tales cinturones, y así murió, parte di paura di non si avere a morire di fame e parte per una paura che gli fu fatta una notte. Después, Antonio di Salvi, ancora lui de’nostri Fíorentiní..., que fu un valente praticone nelle grosserie e morì vechissimo; Salvatore Palli, que también murió viejísimo, y no llegó jamás a abrir tienda; Salvatore Guasconti, que fu molto universale, massimo nelle cose piccole. Vienen en seguida algunos selectos miembros del noble linaje: Donatello, que también fabricó orfebrería, como igualmente el arquitecto Brunellesco durante algún tiempo; Lorenzo dalla Golpaia, mirabile uomo y un mostro di natura, quien mostró su grande virtud en un reloj que hizo para el magnífico Lorenzo de Médicis, en el cual los siete planetas se movían y giraban, tal como los del cielo hacen; y así, dice el Cellini que el singular artista conocía tan bien los secretos del cielo y de las estrellas, que propiamente parecía que allí hubiera estado. Viene en seguida Andrea del Verrochio, que fue maestro de Leonardo, y así puedo decir, ¡oh aprendiz mío!, que artesanos han existido que han sido maestros de filósofos... Y todos estos fueron florentinos, “florentinos de los nuestros”. También se refiere en seguida el Cellini a algunos ilustres forasteros de la ciudad: al Martino el primero, el cual fue ultramontano, de nación tudesca. Este alemán, cuenta graciosamente el autor del Trattato, tuvo noticia de la fama obtenida en todo el mundo por “nosotros, italianos” y vírtuossamente e con gran disciplina, si misse a voler fare la detta arte. Y questo uomo da bene hizo molte opere. Y como él mismo reconociera que a la belleza no podía llegar, dióse a tallar molte storiette, molto bene composte e molto bene e virtuosamente osservato le ombre e i lumi, y que secondo la maniera todesca, resultaban bellísimas. También Alberto Durero probó y ensayó. Y Antonio de Bolonia y Marco de Ravenna; el primero fue discípulo de Alberto Durero y le siguió al principio; pero después vio los dibujos del gran Rafael, pintor, y dióse en seguida a trabajar al buono e vero modo italiano, observando las maneras y estilo de los antiguos griegos “los cuales, en esas cosas, supieron más que nadie”.

Así enumera el gran Benvenuto a “los hombres de que se tiene noticia y que operaron mejor que los demás”. Y ya te he dicho que con la lectura de esa página magnífica de blasón en la aristocracia de la competencia, íbamos a dar término a nuestro conversar. Tú, hijo mío, harás estrella de tu vida la noble ambición de poderte llamar, en el linaje de trabajo que sea el tuyo, el igual de tan altos varones. Si te dabas a menospreciar y semiabandonar tu oficio, y, por ejemplo, te inscribías en un Ateneo y pronunciabas un discurso, pronto tu nombre andaría por los papeles. Pero la verdadera gloria no está aquí. La verdadera gloria estará en que, dentro de cuatro siglos, el ojo curioso o conmovido de un lector encuentre rastro de tu nombre o de tu obra y de lo que él y ella trajeron de excelencia o de mejoría, en un tratado sobre el oficio que ahora ejerces y que constituye la razón y la dignidad de tu vida.

Todo pasa. Pasan pompas y vanidades. Pasa la nombradía como la obscuridad. Nada quedará a fin de cuentas, de lo que hoy es la dulzura o el dolor de tus horas, su fatiga o su satisfacción. Una sola cosa, Aprendiz, Estudiante, hijo mío, una sola cosa te será contada, y es tu Obra Bien Hecha.


GRANDEZA

Y

SERVIDUMBRE

DE LA

INTELIGENCIA


I

HONOR

Este que traigo ahora con mis papeles es un libro recio y sombrío, como un redoble de tambores enlutados. Con acentos de ardiente pureza estoica, escribiólo Alfredo de Vigny para contarnos “los sufrimientos poco sabidos, y sobrellevados altivamente, de una raza de hombres, siempre desdeñada, o bien honrada fuera de medida, según que las naciones la juzguen útil o necesaria”. Se refiere, señores, a la raza de los militares.

Es posible que la evocación de un tema así y de tal libro, sorprenda un poco, de momento, en una reunión de intelectuales, junto a un hogar de inteligencia (y sólo la aprensión de que pudiérais juzgarme capaz de un exordio insinuante, me impide ahora decir con cuánto derecho, con cuánta intensidad de derecho, la Residencia de Estudiantes de Madrid, merece semejante título). Es posible que un fondo de irreductible secular antagonismo suba en seguida a superficie para enturbiarnos las aguas de la especulación. Pero yo me he preguntado muchas veces, y quisiera que todos nos preguntásemos hoy, si tal antagonismo entre grupos no traería acaso una como revelación de rivalidad; si, tras una enemiga acusada, no podría esconderse una semejanza profunda. Veo la sociedad moderna constituída en república de esfuerzos, que tienen por ley común la material producción; el lucro, por recompensa. Con creciente energía, es por los hombres obedecida aquella ley; esta recompensa anhelada... Pero, en alto del lugar donde todos se aplican, he aquí dos enjambres ligeros que parecen divinamente jugar. Vistoso el uno, músico el otro, el vuelo de la valentía se cruza en el aire con el vuelo de la sabiduría. Brillan allí luces de Patria; zumban aquí murmullos y melodías de Espíritu. Los dos grupos acuden a lograr unas sobras, y, acaso, acaso, a disputarse unas gracias. Los dos son semiociosos, orgullosos y pobres. Y de esta pobreza, y de ese orgullo, y de aquel ocio a medias, se ha fabricado una dignidad elevada, que recibe el nombre de honor.

GRANDEZA Y SERVIDUMBRE

Lo de la pobreza es importante, y estoy por decir, decisivo. He escrito alguna vez que la división real de la humanidad establecía únicamente dos clases: la clase de los que saben que el queso es un manjar, y la de los que se figuran que es un postre. Entre las dos se reparten hoy los profesionales del denuedo y los de la inteligencia. Se incluirá todavía en la última el estratega en el cuartel, el docente en la universidad, el ingeniero en la fábrica; pero pertenecen a la primera declaradamente el pequeño oficial del campamento, el maestrillo en su escuela aldeana, el traductor de la casa editorial, el pintor de la buhardilla. Y todo induce a creer que la clase de los que saben que el queso es un manjar, y no un postre, va a comprender pronto a profesionales muy otros que los pastores y los peregrinos.

Señores, juzgo que en estas materias sagradas, -sagradas por lo íntimas y terribles-, tenemos el derecho a hablar alto a cambio de una estricta sujeción a hablar limpio. Está de Dios que a cada visita mía a esta casa vengamos a ocuparnos con claridades de sermón en asuntos que únicamente suelen insinuarse entre susurros de confidencia; y creo que va a llegar día en que con la misma cuestión sexual nos atrevamos. Seguimos mientras tanto en lo profesional, ya acariciado en Aprendizaje y heroísmo. Hoy, como entonces, postulamos que profesión y amor son las dos manifestaciones reveladoras de la personalidad; que lo que ha sido un hombre en el mundo, lo que ha sido una etapa en la historia, viene siempre definido por la tangencia entre las contestaciones que respectivamente haya dado al problema del trabajo y al problema de la mujer; que en el primero (y, por otra parte, en el segundo), la suprema libertad se cifra en la suprema sujeción. Vamos a ver ahora si, en el caso particular de la situación de la inteligencia, como en el de la profesionalidad militar, según de Vigny, la servidumbre es la garantía de la grandeza, y la grandeza la razón de la servidumbre.


II

EL TIPO DEL SABIO

Pero recordamos antes las ilusiones de un día, las que pudimos forjarnos, el mundo y nosotros. Hemos conocido el tipo del sabio, en toda su perfección, en toda su exquisitez. Le conocimos, y, hombres jóvenes de las Españas, devotos de la normalidad y de la cultura, sedientos de una mejor europeidad, quisimos también para nuestras ciudades la imitación del modelo cumplido, objeto o encuentro en peregrinaciones fervorosas por los lugares y santuarios del vivir científico universal.

Recuerdo la primera vez en que me fue dado ver de cerca a un gran sabio. He aquí al inquieto estudiante viajero que se acerca a la casa lleno de veneración. La casa se encuentra en los alrededores de Ginebra. Es chica y sencilla, pero la rodea un jardín magnífico; hay en el jardín una ancha jaula con muchos pájaros y dos monos, cautivos con brillantes cadenas. Hay también pavos reales que pisan con respetabilidad la arena de las avenidas. Y también, cabe la baja linde de afeitado boj, un portero. El portero no hace mucho caso del visitante; y éste tal vez se siente empequeñecido de pronto ante el menosprecio de aquél. Después ve que éste trata de la misma manera al gran sabio, su señor; porque la relación entre los dos ha llegado a establecerse como si aquél fuese el amo de todo y concediese a éste la gracia del alojamiento... ¡Es tan dulce el gran sabio! Cuando una avispa se le acerca demasiado a los ojos, la esquiva con un gesto de la mano tan lento, tan suave, que más bien parece una caricia que un acoso. De un gesto semejante debe de haberse valido para rehusar, hace poco tiempo, la importante situación política que le era ofrecida... “Yo no soy más que un sabio” -dice él... Y al visitante español, que es, por español, un sobrevenido a la vida científica, y que no se acostumbra todavía a sus hábitos, le suena un poco extrañamente esto de que el sabio, por un gran sabio que sea, se llame sabio a sí mismo... Él ha encontrado en su país hombres que se llaman a sí mismos poetas, artistas, políticos. Pero la profesión de sabio no la ha visto ejercer sino vergonzosamente, disfrazada tras un título de utilidad usual, de médico, de profesor u otro análogo, o bien excéntricamente, entre aires inspirados, fronterizos con la extravagancia y la vesania. Pero aquí, en la biblioteca del sabio, no acaba de tranquilizarse, a pesar de la benevolencia, a pesar de las palabras generosas más que corteses.., -Usted, que también es un sabio, comprenderá... -No, no comprende. De oírse tratar así le salen los colores al rostro. Por un momento le parece que la eminencia le ha elogiado altamente, y esto le turba. Un momento después, piensa que le ha querido infligir una burla cruel, y esto le haría llorar como un niño... Hasta mucho más tarde, hasta la media hora de conversación, cuando ésta, entrada en el terreno de los estudios comunes, se ha vuelto ya técnica y desembarazada, no se da cuenta exacta y vívida de que aquel título no ha tenido otro valor, favorable ni desfavorable, que el de una mera indicación profesional... Porque la sociedad ha llegado a punto en que la ciencia, la ciencia pura, pueda ser una digna profesión; no una cínica extravagancia, pero tampoco un extraordinario acontecimiento, ni un descenso del Espíritu Santo sobre la tierra, que convenga adorar. Y así, que haya sabios, forma parte del estado normal de las cosas, como que haya carpinteros y médicos y jueces. Y del mismo modo que los buenos carpinteros y los buenos médicos y los buenos jueces, tienen derecho los buenos sabios, no a la adoración popular, pero sí al bienestar amable, lejos de la legendaria miseria genial. Y tal vez no poseen un automóvil, pero sí, independencia suficiente para rehusar -con suavidad, sin estoicismo, sin heroísmo- un cargo político si les es brindado. Y su pequeña casa es muy humilde y muy sencilla y de un solo piso, pero puede rodearla un jardín magnífico con bellos árboles, con pájaros cantando, con pavos reales, con monos y con un portero más o menos bien educado.

UN PROFESIONAL DE LA

MEDITACION

¡Recordemos, recordemos todavía! Ahora es en París, una tarde tibia de otoño. La neblina ligera se tiende a lo largo del Pont-des-Arts. He aquí, vivo y menudo, con un picado avanzar de pajarito, al filósofo del Colegio de Francia. Le detenéis para el saludo; su generosa cordialidad os autoriza a ello. -“Querido maestro -preguntáis- ¿cómo no da usted este año sus lecciones?”. -“He pedido licencia -responde-, he pedido licencia para tener espacio de reflexionar sobre la estética y la moral, puntos que faltan a mi sistema...”. En tiempo ordinario, la tarea docente de este profesor se cifra en dos horas semanales, desde fines de noviembre hasta Pascua, y desde mayo a julio; el viernes desarrolla sus concepciones originales, tal vez ya antes publicadas en algún libro; el sábado examina y expone algún clásico de la filosofía; pero este año la obligación de profesor se halla suspendida; el trabajo acaso se llamará exclusivamente meditación... ¡Silencio! ¡Hombres y trabajos, silencio! Hay aquí, abierta al bosque elegante, desde el square recogido, una ventana dulcificada por una cortinilla translúcida, y, dentro, un sabio que piensa... ¡Silencio! ¡Ruidos y angustias, deteneos ahí! ¡Trabajo de Francia, trabajo del mundo, fatigas de los arados, rigores de las estaciones, sudores de las cosechas, fuegos de los hornos, traqueteo de los telares, jadear de las máquinas, silbo de las calderas, vuelo de las navegaciones y tumbos de las tempestades, tráfico de los puertos, agitación de las lonjas, griterío de los mercados, apagad aquí vuestro rumor, a la vez que rendís vuestro presente! Tras de la cortinilla blanca, en la habitación llena de penumbras, se acaba de plantear los términos de una cuestión de estética, que acaso pueda resolverse hipotéticamente dentro de algunas semanas o se ha llegado a demostrar que tal solución moral, generalmente aceptada, presenta todavía algunos puntos oscuros que obligan a conservar acerca de ella una expectante actitud de dubitación...

ALGO MAS EXQUISITO AUN

Y aún puede darse algo más raro, más exquisito, sobre profesionalidad intelectual. Ahora estamos en la Universidad de Lausanne, no la nueva, en petulante y germanizante adolescencia, sino la antigua, la vieja Academia, la de Sainte-Beuve, tan rancia, tan sucia, hoy tan abandonada, pero toda ella olorosa a humedad noble, a espiritualidad aguda y a calvinismo delicado. Un patio romántico, con árboles de tronco añoso y hoja fresca, que parecen a propósito para sombrear la abulia y las angustias sutilísimas de otro Amiel, recuerda, con las inscripciones de los muros, las glorias de la casa... Aquí dio Sainte-Beuve su curso memorable sobre Port-Royal, pensado, según después declaró en el libro, y repite aquí la lápida, “bajo la mirada de los oyentes”; pero sobre todo, bajo los ojos dulces de madame de Ollivier. Pero Sainte-Beuve, equívoco siempre, no se entregó entonces, no se entregó nunca, miedoso del amor como Amiel en Ginebra lo era de la acción; porque los dos tenían, y dos generaciones tuvieron, la voluntad enferma de la gran fatiga que sucedió en la Europa continental a la gran tensión de Napoleón Bonaparte... Y si aquél huyó a Bélgica, huyó a París... Y hoy, madame d’Ollivier, hace mucho tiempo que está muerta; debe de estar enterrada no muy lejos de aquí, la amorosa criatura... Y Sainte-Beuve es un nombre en la historia de la crítica. Y el ejemplar de Port-Royal que yo consultaba en la Biblioteca de Santa Genoveva, en París, guarda el polvo de veinticinco años... Y, como en las Causeries du lundi se cuentan demasiados volúmenes, extraemos de ellos unas “páginas escogidas” para acomodarlas a la pereza y a la prisa de los contemporáneos. ¡Ay! ¡Que no acudan al patio decrépito de la academia de Lausanne el apresurado ni el perezoso! La soledad del lugar es a la vez inquieta y lenta, como inquieta y lenta fue la actividad de intelecto que un día guardó. En realidad, no creo que sean muchos los hombres que aquí se detengan; a ninguno encontrais, ni siquiera al guarda, cuya ausencia eterna es un misterio; pero vienen, sí, y aprovechan en verano la rica sombra, dos especies de pequeños seres vivos: los gorriones y las estudiantes polacas; juegan los gorriones, las estudiantes se sientan y abren el libro... La vida detiene su latir. Y entonces vosotros, calladamente, llegais al descubrimiento de la verdadera misión que cumplió Sainte-Beuve; Sainte-Beuve, creado, dotado, mantenido por la sociedad para que fuese, no un profesional de la ciencia, ni de la filosofía, ni siquiera de la libre meditación, sino, más finamente que todo eso, un profesional de la pura melancolía.

III

EL SOFISTA

Para llegar a la producción de frutos tan maduros ha tenido que emplearse siglos en el cultivo de la inteligencia profesional. Antes que nada había que producir al laico, como tipo social, aislándole a la vez del contacto con el sacerdote y de la confusión con el aedo, con el poeta o divertidor del pueblo. Debían para esto realizarse dos condiciones: la presencia de una paga por el trabajo intelectual; el alejamiento de cualquier forma de recompensa que pudiese parecerse a la limosna. Cuando nos libramos de las sugestiones de la caricatura socrática, hemos de reconocer justicieramente a eleatas y sofistas que fueron ellos quienes inventaron en Grecia, por primera vez en la historia de la cultura, la posibilidad del estricto intelectual. El pitagorismo es aún, si no sacerdocio, cofradía. Sócrates recae hasta cierto punto en el parásito, en el aedo, en lo que andando el tiempo se llamará juglar o familiar. Aquella liberación de las precauciones materiales que tanto admira Zeller en Sócrates, significa, no puede desconocerse, una cierta disminución moral, a lo menos ante nuestro juicio de hombres modernos: la paga ausente es sustituida por el convite aceptado. La doctrina del amor a la ciencia, en lugar de la ciencia, con cierto equívoco de diletantismo, acaba de traernos confusión. Tal vez hasta Teofrasto no vuelva a encontrarse un hombre de ciencia riguroso, como Zenón o Protágoras. En ciertos órdenes del trabajo intelectual no llegó siquiera el tipo a constituirse: aún pasado el período propiamente asclepiadeo, la laicidad de los médicos fue siempre muy precaria.

ABELARDO

Saltan los siglos. Estamos en la Edad Media, y empieza un nuevo ensayo. Ahora es la joven Universidad la que ofrece cuadro al afincamiento del profesional de la inteligencia. Pedro Abelardo y sus amigos declaman en la montaña de Santa Genoveva. El estudiante acude a las cercanías, con la veste de codos raídos, ávidos los ojos, una bolsa en la mano. Aborda al maestro, y con él estipula a la vez pensión y lección. Es, en verdad, un gran momento. La anécdota abelardina parece a nuestros ojos profunda como un símbolo de mitología ingenua. Para que Abelardo pueda dar a los siglos, que la recibirán uno tras otro, la nueva versión del tipo intelectual, la lección fuerte de su alteza privilegiada y de su libertad difícil, es necesario que no se preste a errores; que se hayan vuelto para él imposibles el amor y el preceptorado, la ortodoxia y el convento. Es necesario romper con Santa Gilda, para que el Paracleto pueda convertirse en una institución original. He aquí que el universitario ha nacido y que le bautiza su sangre propia, como al Adonis de los misterios anuales. La prole de ese mutilado llenará y ennoblecerá al mundo.

RUBENS

Los sofistas han inventado al hombre de ciencia; Abelardo ha inventado al profesor; el Renacimiento buscará otra cosa. Rozó en este tiempo la inteligencia con una gran fortuna y con un grave riesgo. El riesgo era el de recaer totalmente, gracias a la munificencia de las monarquías, en la actitud parásita, en la del juglar que divierte, con la dorada humillación del lacayo -humillación siempre, aunque manos de emperador recojan los pinceles del suelo-. La fortuna hubiera sido la de llegar a una constitución oficial, a algo muy parecido, en lo profano, a lo que representa en ese mismo tiempo la estructuración de la iglesia anglicana. En el grupo de humanistas isabelinos, con Moro a la cabeza, hallamos ejemplo característico de la contingencia doble: lo mismo hubiera podido salir de allí un elenco de farsantes que una manera de episcopado filosófico. Doble contingencia, doble peligro para el laicismo. La difusión de la imprenta y el progreso de las artes del libro le salvaron, así de la peligrosa recaída como de la peligrosa fortuna. El hombre representativo del momento me parece que es Pedro Pablo Rubens. En la última etapa de la vida del pintor su actividad opulenta y su poder de organización respecto de la actividad de los otros, se derrama en una copiosa producción editorial. Florecen entonces en Amberes los Plantinos magníficos; el rey de España les ha concedido un famoso privilegio, buen bocado, el monopolio para la edición de los libros de piedad destinados a las Indias; así estos impresores pueden pagarse el lujo de tener a Rubens por empleado. ¿Habeis visto en las vitrinas del museo Plantín-Moretus las sanguinas turgentes, los hábiles lavados, con pasajes del Sacrificio de la Misa o comentario de los Sacramentos? Si no allí, el original y las primeras pruebas, en los devocionarios de vuestras abuelas habreis conocido anónimas reproducciones, porque esas estampas fueron un lugar común de la ilustración en la bibliografía piadosa española, antes de que nuestro arte religioso estuviese representado por don Aniceto Marinas... ¡Gran abuelo, gran abuelo el gran burgués don Pedro Pablo, en la familia de los asalariados editoriales!

ADDISON, JOHNSON,

LA PRUEBA SUPREMA

Más tarde aparece el periodista. Es Addison, el del Espectador; es Samuel Johnson. Ejemplo también éste de la solución editorial; pero modelo, con el otro, de todas las glorias del dominio, de la actitud enseñoreada de la comunicación con el público. Johnson, sobre todo, abusa; el juglar se ha convertido en tirano; si de Sainte-Beuve decíamos que la sociedad le pegó su melancolía, de Johnson se puede afirmar que le pegó su mala crianza. Una espléndida fortaleza se ha conquistado: ya el ganoso de los dones de la inteligencia no acude a su compra llevando en la mano el bolso, como el alumno de Abelardo; una oficina de librero, un vendedor ambulante, salvan el pudor, -que el pudor juega aquí, como en la otra gran cuestión moral, en la cuestión del amor-; prueba significativa del parentesco de ambas...

Así, en el siglo XIX adoptará enseguida esta solución y aprenderá en esta escuela. El siglo XIX conoce ya todos los instrumentos de la libertad intelectual: conoce la ciencia laica, la universidad, la edición y el periódico. Ahora va a entrarse en la prueba definitiva. Va a ensayarse una profesionalidad de la inteligencia que lleve a la grandeza cumplida sin saber de las sujeciones de la servidumbre. Estamos en el momento esencial. Se juega el destino de la inteligencia en el mundo. El momento dura un siglo. La mesa de juego es de infinita amplitud. Dios mismo ha entrado en la partida y el diablo también. Creemos adivinar que en este drama de la cultura han entrado sordamente, en expectación, hasta las fuerzas oscuras de la naturaleza.

IV

LOS FRUTOS DE LA INTELIGENCIA

INDUSTRIALIZADA

Señores, el ensayo fracasa. En presencia de los resultados mejores, gustando de los frutos más exquisitos, ante el espejismo de una europeidad normal, en cuya conquista se cifraron nuestros sueños, pudimos engañarnos. La convulsión actual del mundo viene a sacarnos del error. Pero, bien preguntada, ¿no hubiera podido ya antes sacarnos del error nuestra propia conciencia?

Veamos. La inteligencia ha pretendido organizarse en el siglo XIX según la ley común de la profesionalidad, entrando normalmente en la república de esfuerzos que tiene la producción como ley común, el lucro como recompensa. He aquí la obra del siglo XIX. He aquí sus cien mil piezas de teatro, sus veinticinco mil novelas, sus cincuenta mil ensayos, su millar de cuadros, su millar de artículos de periódico, su millar de lecciones de profesor. ¿Qué, después de esto? ¿Un avance de la inteligencia, un enriquecimiento, un tesoro? Sí, un avance, un enriquecimiento, un tesoro; pero no en aquello en que ello se ha producido como una industria, sino en aquello en que se ha producido como una esclavitud, como un episodio más de la eterna, de la irredimible esclavitud. No en el drama que conoció ampliamente las sonrisas del éxito vamos hoy a beber el vino de la acción heróica, sino en la tentativa del mal comprendido en vida, que tal vez no alcanzó a pisar tablas; no por el recuerdo de las narraciones o de los poemas de múltiples ediciones vibra nuestra sensibilidad, sino en la obra difícil del artista solitario, acariciador de alucinaciones en Rusia o pulidor de ritmos en Normandía. El pintor en que nos gozamos hoy no fue premiado en el Salón de un día, sino el rechazado. El investigador de los secretos de la naturaleza que aplaudimos no es el que ruidosamente los comentaba en la Facultad... ¡Todo lo que el siglo XIX ha producido de verdadera inteligencia vendible no bastaría, por ventura, para mantener la vida de una docena de hombres! Y lo producido al margen de esto; lo producido industrialmente, mercantilmente vendido; todo lo que pretendió emanciparse de la servidumbre, ha sido cosa mil veces peor que una servidumbre, porque ha sido una prostitución.

HABLA LA REVOLUCION

Digo que esto pudo revelárnoslo la propia conciencia. Por si ella callara, hablan las revoluciones. Habla Rusia con la aversión al intelectual dominante en toda la escala de la sociedad nueva allí amanecida, desde las direcciones activas del gobierno hasta las instintivas pasividades del aldeano. Habla el sindicalismo del mundo entero, rehusando obstinadamente la colaboración, no sólo del político, no sólo del ideólogo, sino muchas veces incluso la del técnico diplomado y del profesional de carrera. Hablan los episodios de la lucha social, incluso los moderados y sensatos, como el nombramiento reciente de esta comisión minera inglesa, en la composición de la cual han sido eliminados los ingenieros y, en general, los trabajadores intelectuales. Parece que Lenin confesaba no hace mucho a un redactor del Daily Chronicle que sus esfuerzos mayores se habían dirigido a someter a los rigores igualitarios del nuevo régimen, más que a los detentores de la propiedad, a los privilegiados de la ciencia y de la competencia. En todo caso, la intervención del hábil manejador de la pluma o de la palabra es sistemáticamente rehuida en cualquier ofrecimiento o tentativa de intervención para servir de procurador o vocero de reclamaciones operarias.

Esto, del lado de la agresión. ¿Qué del lado de la defensa? El capitalismmo, apercibido a ella, no cuenta tampoco como con un aliado con las fuerzas de la inteligencia militante; antes sospecha siempre de un elemento social, que le parece equívoco, y que, en el fondo, desprecia. El lugar común plutocrático de que recientemente hemos encontrado traducciones al castellano o al catalán, incluso en mítines electorales, quiere engañarse a sí mismo, y de todas maneras aturdirse, buscando las soluciones de la cuestión social en la mayor intensidad de la producción. Olvida que las grandes catástrofes de la historia han seguido siempre a las épocas en que todas las fuerzas del país eran orientadas hacia la producción industrial y comercial, hacia la persecución del dinero, hacia el cuidado exclusivo del desarrollo económico... Pero, sea como fuere, el hecho desnudo, brutal, es éste. La inteligencia, la inteligencia libre, la fuerza pura del espíritu, no es llamada a ocupar posición en la gran lucha de intereses colectivos en que ha entrado el mundo.

Teóricamente parece que el intelectual podría decirse: “Yo soy, en primer término, un interesado en la permanencia de la cultura. Estas masas proletarias, lanzadas a la subversión de las sociedades, a la ruina de los fundamentos seculares de la civilización, al arrollamiento de todo lo que es selecto, difícil, delicado, significan la barbarie. Debo, pues, ponerme al lado de la defensa burguesa...” O bien, al contrario: “Yo soy un hombre de intereses morales y, por consiguiente, el valor supremo debe ser para mí la justicia. Estas oscuras fuerzas del egoísmo, sordas al dolor, no accesibles sino al miedo, desconocedoras de cualquier puro interés de humanidad, han de representar el mal para mí. Mi deber, pues, está en figurar al lado de los otros, entre las innúmeras milicias del gran ataque...” Sí; teóricamente podría presentarse este problema y la inteligencia dibujar una oscilación. Pero, puesto que no la quieren, ella no puede escoger tampoco. ¡El mundo de ayer se ríe de la cultura, y esto es terrible! Pero es todavía más espantoso ver que el mundo de mañana, con la misma anchura de ritmo, con la misma grosería en el metal de voz, parece dispuesto a reírse de la justicia!

Desprovista así, expulsada así, ¿qué le queda a la inteligencia? Le queda, señores, una función de que profesión alguna no sabrá desproveerla. Le queda la función de totalidad.

V

SED DE TOTALIDAD

He aquí un periódico de lucha social, socialista, sindicalista. ¿Vamos a leerlo? ¿Probemos de leerlo? A los pocos minutos, y a menos de especial interés utilitario o de estudio, el periódico socialista, sindicalista, nos cae de las manos.

¿Por qué esto? ¿Porque nos ofende? No; porque nos aburre. Este rápido despego no es cosa únicamente del intelectual. Le pasa al mismo obrero, a quien el periódico concretamente se dirige. Le pasa lo mismo, porque el periódico es monográfico; porque cae en la equivocación de ser monográfico, y, sordo a las palpitaciones más vigorosas de la vida espiritual, olvidado de los problemas permanentes y de los ideales eternos, cíñese a tratar de aquello que, con una estrechez mental inicua, suele llamarse “cuestiones obreras”.

Significa una torpe calumnia de la naturaleza humana desconocer la emocionante, la inagotable sed de totalidad que hay en ella, en cualquier momento y situación, o prescindir de satisfacer aquélla. ¡Estrecha y limitada es la pobre vida de cada pobre hombre; ceñida por las fatalidades del estado social y por copia de otras fatalidades todavía! Pero ahí está el ensueño, el ensueño consolador. Y siempre una lectura es una manera de ensueño.

Pedagogos inhábiles escriben pacientemente para los niños libros de imitado balbuceo en que se trata de niños. “Así -piensan-, aquéllos pondrán en la lectura interés”. Llegan a los niños, y lo que hallan en la lectura es fastidio. Mientras tanto, su imaginación vuela a imaginar aventuras de soldados, de bandoleros o de exploradores. Y si el antipedagógico, si el providencial azar hace caer en sus manos la Odisea, se embriagan -literalmente se embriagan- de Homero.

Escritores miopes escriben libros para los campesinos. Les hablan de la tierra, de las cosas de la tierra, de los intereses de la tierra... Y aquí está Juan Labrador, junto al fuego lar, cabalgándole en las narices unas fuertes gafas de plata. Aquí está Juan y lee un libro que se llama así: Pluralidad de los mundos habitados. ¡Querían que no supiese más que de la tierra, y a él el cielo mismo ya le parece estrecho!

Y acontece que se funda un diario socialista. Y al hombre que ha pasado once horas en una fábrica, y tres preparando una huelga, y veinticuatro rumiando la miseria, maldiciendo la miseria o soñando la miseria, le quiere hablar únicamente de miseria, de huelga, de fábrica... Entonces él, si es de buena fe todavía, se suscribe tal vez, pensando que así cumple una obligación. Pero el papel, apenas recibido, es dejado de lado para leerle “cuando haya vagar”; y el hombre toma diez céntimos, si los tiene, y llégase a un kiosko para comprar, con pretexto de Novela corta o de Colección selecta, cualquier narración decadente de aristocracia putrefacta...

De poca penetración psicológica da muestra Romain Rolland cuando, en un pasaje del Jean Christophe, alude, como con extrañeza y mal humor, al gusto que los elementos de la “Universidad popular del faubourg Saint-Antoine” mostraban por la poesía simbolista y quintaesenciada. Al escribir esto el escritor ilustre, ¿no respiraría tal vez por la herida? El, en sus mocedades, había pensado, predicado, iniciado un “Teatro del pueblo”. Argumentos épicos, tramas sencillas, pasiones elementales y universalmente humanas, fuerte claridad...-fracaso completo. Los ebanistas, los metalistas, los carpinteros, los acarreadores, desertaban de su lado para irse a escuchar en la Universidad popular del foubourg un recital de L’après-midi d’un faune. Y tal vez si se quedaban en la Universidad del faubourg por dificultad económica de llegar a la Comedia francesa a ver las comedias de M. Lavedan, que por entonces debían de estar a la moda...

“Peuple vous même!”, le decía, picado, a un amigo de Jean Christophe el obrero que él quería catequizar. Sin duda, descubrimos en esta palabra una vanidad y una vidriosidad muy pintorescas. ¿Pero no hay en ella, a la vez, algo más profundo? ¿No encontraremos ahí una nueva manifestación enternecedora de la sed de totalidad que nos consume a todos, -al obrero que gusta del arte decadente, como al rentista que se obliga a ciertas formas de rudo trabajo, así las del coleccionismo y las mil variedades del snobismo-; no menos que en el sombrero de copa del caciquillo aceitunado, o en el deliquio de rusticidad de un cortesano versallesco?

LA INTELIGENCIA, FUNCION

DE TOTALIDAD

Pero es posible multiplicar las tentaciones y multiplicar los disfraces; las profesiones, no. El limitado a una profesión, esclavo de su profesión. Sólo puede apagarle su deseo de ser completo, su sed de totalidad, la Inteligencia. Y la Inteligencia tendrá función, y la grandeza de la inteligencia está ahí, mientras el alma de los hombres y los ojos de los hombres puedan volverse de Poniente a Levante y de Norte a Sur, y acariciar todas las remotas lejanías, y adivinar algo, un poco más allá que las más remotas lejanías...

VI

HACIA LA NUEVA SERVIDUMBRE

Así nos alejamos de vuestro engaño seductor, ligero Protágoras, Abelardo cruento, rubio Rubens, Johnson impertinente, Saint-Beuve mimoso, Filósofo del Colegio de Francia, Sabio dulce de Ginebra... No; la Inteligencia no puede ser una industria libre, que, cuando es libre, ya no es industria, y cuando es industria, no merece el nombre de Inteligencia. ¡Siglo XIX, el fracaso de tu tentativa nos ha humillado y nos ha ennoblecido a la vez! Sabemos que lo ordinario de nosotros no puede emanciparse; pero también sabemos que lo mejor de nosotros no puede venderse. Curvada la espalda por una secular fatiga, pero también ungida la frente con una luz inmortal, marchamos, viva en el alma la visión de nuestra grandeza, a ofrecer nuestros cuerpos a la más férrea servidumbre. Muden de esposas nuestras muñecas; Lenin, pon tu hierro aquí, donde aun es bermeja la marca de las argollas de Creso: mudaráse el hierro, el bronce interior no se romperá...

Dejad empero, por un instante, que, antes de entrar otra vez en el mutismo de pudor y taciturnidad que cubre los secretos terribles, lancemos al aire, de cara al mundo entero, el irrefrenable grito de nuestro orgullo, dejad que también nosotros gustemos un minuto en compañía la amargura noble de hablar de “los sufrimientos poco sabidos y sobrellevados altivamente”; dejad que, entre viejo y nuevo peso de cadena, la mano, rápida, vaya a saludar, cuadrados, nosotros, al capitán, que, desde su libro recio y sombrío, quiere acompañar nuestra definitiva entrada en la esclavitud con un redoble de tambores enlutados.

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